Por José María Posse - Abogado. Escritor. Historiador.

Ángel Vicente Chacho Peñaloza era una leyenda viva entre los llaneros cuyanos. Carecía de cultura, pero le sobraban dotes de caudillo; eximio sableador, adorado por los gauchos y temido por los doctores. A su sola orden, se movilizaban cientos de hombres, quienes acudían a él como a un guía paternal. Se lo sabía justo, a veces duro e inflexible, pero no llegaba a la crueldad con los vencidos. La idea del riojano de continuar las acciones armadas, luego de la derrota de las fuerzas federales en Pavón, puede resultarnos a estas alturas un tanto descabellada. Se ha especulado si habían sido órdenes del derrocado presidente Derqui, o del propio Urquiza, o de quienes invocaban sus nombres, que por fuerza de las evidencias, fue lo más probable.

Después de reunir en los llanos de La Rioja toda la gente que pudo, el Chacho bajó a la capital, derrocó al gobernador Domingo A. Villafañe. Colocó en los primeros cargos a hombres de su extrema confianza, entre ellos al comandante Felipe Varela. Luego se reunió con el ex gobernador de Tucumán, Celedonio Gutiérrez, quien si bien se encontraba exilado fuera de su provincia, aún conservaba aquí muchos seguidores.

Organizado el ejército lo mejor que pudo, emprendió la marcha a Tucumán. El general Octaviano Navarro era gobernador de la provincia de Catamarca, enemistado con el tucumano José María Del Campo, se le ha inculpado haber permitido que la invasión se hiciera por su territorio, e incluso de arrimar pertrechos y baqueanos.

Era febrero de 1862, y el federal Celedonio Gutiérrez, en un nuevo intento por recobrar la gobernación de Tucumán, invade el territorio con una importante fuerza. El propósito de los insurgentes era claro: deponer a Del Campo y desde Tucumán reiniciar la lucha que se había creído terminada

El cura Campo

El diario porteño “La Mañana” rescataba, muchos años después, una anécdota a su respecto. La reprodujo “El Orden” de Tucumán, el 26 de enero de 1912. Primero, “La Mañana” hacía una descripción del “cura” Campo. Era, decía, “de una contextura física de atleta; de energías irreductibles en los momentos angustiosos de peligro; de gran prestigio entre las masas porque se le conocía audaz, valiente y de una elocuencia arrebatadora en la cátedra del Espíritu Santo, antes de colgar los hábitos para empuñar las armas”. Añadía que “confundido con la multitud en fiesta campestre, más de una vez corrió a pie una carrera de caballos, resultando vencedor”.

CAUDILLO FEDERAL. El Chacho Peñaloza condujo el ataque fallido contra el Gobierno de Tucumán.

Del Campo, no bien enterado de la invasión de los caudillos, no vaciló; de inmediato organizó los pocos elementos que tenía a mano, cuyo grupo principal estaba constituido por el batallón de “cívicos” y le salió al encuentro en el Río Colorado.

Malos augurios

Don Eugenio Chenaut, un hombre de espíritu cáustico, observador y extremadamente franco (llegado al campamento), le dijo al caudillo Del Campo: “Señor, esto es un desorden y con tal gente puede juzgarse segura la derrota, si es capaz de permanecer de pie cuando se presente el enemigo”. Con una sonrisa socarrona, el cura le contestó: “Mire amigo don Eugenio, hemos de triunfar aunque usted no lo crea. Si mi ejército está así, ¿como estará el del Chacho?”.

Peñaloza avanzaba sobre Tucumán, cabalgaba a su lado su esposa Vito (Victoria Romero), que era una amazona temible en los llanos riojanos. Llevaba la cabeza atada con un gran pañuelo que cubría parte de su cara. Se decía que era para ocultar una enorme cicatriz recibida en algún combate, que la había desfigurado.

Testigo

Por su parte, don Nabor Córdoba, testigo y actor de los sucesos, en un artículo de 1863 de “El Liberal” narró el combate (Carlos Páez de la Torre, LA GACETA, abril de 2013). “El 10 llegamos a las inmediaciones del memorable campo de Río Colorado (departamento Famaillá, a 30 kilómetros de San Miguel de Tucumán); allí, en presencia de las tristes reminiscencias del pasado, manifestó el señor gobernador Campo deseos de encontrar al enemigo en el mismo sitio donde fueron desgraciados el bravo Lavalle y el valiente Espinosa”, escribe Córdoba.

En esa acción el coronel José Ciríaco Posse Talavera comandaba la vanguardia de las tropas liberales, compuesta por el regimiento de Famaillá. A las 9.30 de la mañana del 10 de febrero, el mencionado comandante comunicó a sus superiores que los montoneros comenzaban a agruparse a la altura del pueblo de Famaillá; solicitaba además el envío de un piquete de infantería para reforzar a los tiradores que protegían el camino que llevaba a la ciudad, los que ya se escopeteaban con las avanzadas federales.

Ante el avance enemigo Campo ordenó a Posse que realizara un reconocimiento de la disposición de las fuerzas contrarias, mientras él desplazaba su ejército a la altura del Río Colorado.

Una carga feroz

Descubierta la maniobra, la vanguardia tucumana libró una encarnizada batalla, perdiendo varios hombres en la refriega. La caballería al mando de Posse pudo rehacerse a la derecha de sus líneas mientras varios infantes caían prisioneros. Se cuenta que en ese instante el Chacho Peñaloza mandó a su gente a ajustar las cinchas y acortar los estribos porque se iba a pelear “juerte, hasta que la sangre nos llegue a la centura (SIC)“.

ESTRATEGIA. José Ciriaco Posse Talavera estuvo a la vanguardia.

Con la celeridad del rayo, Peñaloza a la cabeza de sus indómitos llaneros avanzó al trote sobre la ciudad de Tucumán.

Rato después (continúa Córdoba), un parte de vanguardia les avisaba la proximidad de los federales: entre la polvareda, ya se distinguían “los chiripás y camisetas coloradas de los mamelucos de Los Llanos”, que eran “más de dos mil”. Al primer cañonazo, “se desataron las furias del combate. Las caballerías riojanas se arrojaron sobre nuestros flancos”, que fueron arrollados “en esa intrépida y briosa carga” (Ibídem).

El riojano se precipitó como una saeta sobre la derecha del ejército tucumano, cuya caballería fue destrozada por una fuerza superior. El comandante Posse no pudo evitar el desbande de su tropa, por lo que regresó con unos pocos soldados junto al cura Campo, quien bizarramente reagrupaba a sus hombres.

El Chacho y sus mesnadas parecían cabalgar sobre el viento zonda por la rapidez de sus movimientos. Las tropas tucumanas bisoñas, fueron rápidamente cercadas por una fuerza de veteranos montoneros que los sobrepasaban ampliamente en número.

Heroísmo y templanza

Del Campo, determinado a resistir, mandó a romper el fuego y empezó así un combate sangriento y reñido, pues ambos ejércitos, con igual ardor, se disputaban el triunfo de la batalla. Allí se vio a Del Campo pelear a la par del más bravo; fue una tarde memorable; en lo más recio del combate el caudillo tucumano se metía resueltamente en la refriega dando sablazos a izquierda y derecha y arengando a su tropa, multiplicándome en todas partes, cubierto de sangre propia y ajena. Eso equiparaba el hecho de que los defensores no tenían formación militar; eran apenas una masa de milicianos que se batían con un denuedo asombroso, pero fuera de toda regla en el arte de la guerra.

EN COMBATE. Julián Murga ostentó el cargo de coronel.

De a poco y ante la presión de los llaneros, los tucumanos cada vez más reducidos en número, la mayoría con alguna herida de mayor o menor consideración, se habían hecho fuerte alrededor del convoy de provisiones. Pero el cerco se iba cerrando y el bastión de defensa pronto caería. Fue cuando ocurrió aquel acto de bravura extrema: en un gesto solemne el imponente Del Campo bajó del caballo, acompañado de sus capitanes, tomó las riendas, las colocó debajo de los estribos de su caballo, poniéndolos en dirección de la ciudad y dándole un golpe de látigo a su moro, que salió al galope. Volviéndose a los valientes que lo seguían exclamó: “¡hay que vencer o morir!”. De esa manera quemaba sus naves y compartía el destino de sus soldados. Como Leónidas en la batalla de las Termópilas, se sacrificaba junto a sus valerosos espartanos.

Ante esta actitud los tucumanos cobraron vigor y envueltos en una inusitada energía convergieron en una impenetrable muralla humana. Una y otra vez, los federales intentaron romper las líneas enemigas, pero todo fue en vano. Entonces el Chacho (como el Jerjes de la historia hubiera ordenado a sus Persas), ordenó traer de su retaguardia la caballada mezclada con una gran cantidad de ganado, y empujado por sus jinetes, intentó arrollar el centro del bastión, hasta entonces irreductible.

De inmediato el astuto Del Campo ordenó disparar el único cañón que les quedaba y a la banda de música que hiciera el mayor ruido posible, el que resultó ensordecedor, mientras todos gritaban como indios enloquecidos. La estampida volvió sobre sus pasos y se llevó por delante a los enemigos. Viendo a los invasores confundidos, Del Campo encabezó una carga de infantería enloquecida, profiriendo gritos de guerra y animando a sus menguadas tropas.

Con aquel puñado de soldados y oficiales que aún quedaban en pie, a fuerza de sablazos y lanzazos, interrumpido por el estruendo de las tercerolas que llenaban el aire con ese humo negro, espeso que quemaba en la garganta. Contagiados del brío de su bravo jefe, pudieron romper las filas enemigas que retrocedían en el desorden más absoluto, quedando dueños del campo, venciendo así en una batalla desesperada.

Recordaba don Nabor Córdoba aquella hazaña: Del Campo, “con su serenidad inmutable y con el valor espartano que lo caracteriza”, arengó a la infantería. Con sus palabras, “revivió nuevo ardor en los corazones y cuatro horas después éramos dueños del campo“.

La retirada inaudita

Ante esta actitud, y la retirada de los llaneros, el espíritu de los combatientes cobró energía. Los “cívicos” formaron cuadros dirigidos por el bravo gobernador con sotana, el combate se rehizo, y la infantería íntegra, con sus cañones, emprendió la retirada, ganó la ciudad, que protegió del enemigo y obtuvo así un verdadero triunfo.

Los federales, hasta aquí confiados en su número que casi duplicaba a los milicianos tucumanos, aún incrédulos del coraje y determinación de sus oponentes, sin vituallas y con toda la caballada dispersa, no tuvieron más que retirarse. Luego Del Campo, como vimos, ordenó un estratégico y escalonado repliegue hacia la ciudad, mientras los federales aún confusos se reunían en la campiña de San Pablo.

Esa noche, sus jefes desistieron de continuar las operaciones. Con sus caballos perdidos, innumerables heridos de distinta consideración y sin provisiones, no consideraron posible llevar a cabo el sitio de la ciudad. Con esto, la jornada del Río Colorado se convirtió en una épica victoria para los tucumanos.

Nabor Córdoba recordaba en la referida nota a los jefes que obedecían a Del Campo: “el antiguo veterano coronel Don (Juan) Elías, el viejo patriota coronel D. Domingo Aráoz, el digno coronel D. Julián Murga, el valiente coronel D. Lucas Ibiri, el intrépido teniente coronel D. Octavio Luna, los bravos comandantes D. Bernabé Aráoz, D. Amadeo Alurralde, D. José Gabriel Paz, D. Arismendi, el capitán D. Bulacio, y a más un grupo de oficiales de las tres armas, todos acreedores, como el gallardo capitán D. (David) Zavalía, a los laureles del triunfo” (ibídem).

Durante generaciones se cantaron en los fogones los detalles de esa acción. Del Campo, al día siguiente entró a la ciudad de Tucumán como un líder victorioso, en medio de la algarabía del pueblo que lo ovacionaba y empujaba para llegar a él. Poco después los miembros de la Sala de Representantes lo volvieron a designar gobernador de Tucumán.

Brindis macabro

En noviembre de 1863, llegó la noticia a Tucumán de que habían matado al Chacho Peñaloza en Olta. Uno de los capitanes de la partida, le envió al Cura Campo una de las orejas del caudillo, conociendo su enemistad.

El mandatario tuvo entonces la ocurrencia de invitar a lo mejor de la población a un brindis con serenata en el “Café de la Armonía”, luego organizó una recepción en su casa de la ciudad.

Cuando la fiesta estaba en su apogeo, hizo ingresar a un edecán con una bandeja de plata tapada. Propuso un brindis y al momento de levantar las copas, destapó la bandeja y mostró la sangrienta presea. Nadie osó reprender al cura Campo, por lo macabro de la broma.

Bibliografía: Cárdenas, Felipe, “Vida, muerte y resurrección del Chacho”. Ed. El Alba. Buenos Aires (1974); De la Colina, Salvador, “Crónicas riojanas y catamarqueñas”, J. Lajouane & Cía. Editores, Buenos Aires (1920); Efemérides Patricios de Vuelta de Obligado, El Liberal, Tucumán (1863).